Más de un siglo de montañismo vasco se resume en el millar largo de estructuras metálicas que presiden las cumbres de Euskal Herria, una infraestructura que debería ser declarada patrimonio cultural

De todas las huellas dejadas por los montañeros en las cumbres, el libro de firmas protegido por piedras o conservado en cajas de zinc es lo que más fascina al catalán Óscar Masó, ingeniero y escalador catalán que el año pasado publicó ‘Libros de cima’ en la editorial Desnivel. La suya es una historia del montañismo diferente, a la que dedicó tres años de viajes investigando las trazas del hombre en las cordilleras de todo el mundo. Fue entonces cuando se quedó completamente sorprendido al toparse con la densa red de buzones de Euskal Herria, en los que durante más de un siglo los excursionistas han depositado tarjetas para acreditar las ascensiones de los concursos de montes. «No he conocido en ninguna otra parte algo tan sistemático ni que haya perdurado tanto tiempo. La tradición vasca es una tarea singular y metódica de conocimiento del territorio», destaca Masó.

Aparentemente, los buzones vascos no tendrían por qué llamar la atención, ya que se pueden encontrar en más sitios. El primero de la Península Ibérica, una caja de caudales con dos llaves, lo colocó en el Ameal de Pablo (Gredos) en 1912 una sociedad de El Barco de Ávila que había oído hablar de cosas parecidas que se hacían en los Alpes. Periódicamente se recogía la correspondencia y los nombres de los alpinistas salían en la prensa. Hubo que esperar a 1915 para que en Euskadi se instalara el primer buzón, una robusta estructura metálica en el Anboto que más adelante sería robada y devuelta. Un año más tarde, la sociedad Peñalara erigió en el Yelmo (Gredos) un buzón de correos donado por el director general de Correos y Telégrafos.

Cohetes, caseríos, jabalíes, hachas…

Sin embargo, fue en el País Vasco y en Navarra donde los concursos de montes dieron a los buzones una fuerza desconocida que resistió a la sorpresa inicial de pastores y baserritarras, a la Guerra Civil y más tarde a la oposición de montañeros reacios a marcar montes y caminos. Muchas estructuras desaparecieron, otras resultaron dañadas o destruidas y fueron repuestas. Hoy suman un millar largo de recipientes metálicos colocados y cuidados principalmente por los clubes, aunque también por particulares.

En Bizkaia se han catalogado 405, y en Álava existe otro listado federativo con 484. En Gipuzkoa no se han realizado estudios, aunque el número podría ser parecido al de Bizkaia, mientras que en Navarra es complicado hacer estimaciones. En realidad, los datos ‘oficiales’ tampoco son exactos, ya que hay montes con varios buzones y algunos han sido colocados en la cima equivocada. Por esa razón, las federaciones vizcaína y alavesa han tratado de poner orden y han establecido criterios sobre la instalación, mantenimiento y sustitución de las estructuras, un esfuerzo normativo que da idea de la consideración que reciben en Euskadi. Aunque ya no sean la única forma de demostrar que se ha hecho una ascensión, el hecho de que sirvan de orientación y el simbolismo que los rodea los hace merecedores de la declaración de patrimonio cultural, según Óscar Masó.

«En principio puedes pensar que son una forma más de dejar trazas del paso por la cima, pero nunca lo había visto hacer de una forma tan prolífica y lo que es más llamativo, con esa diversidad de diseños, colores y tamaños», detalla el escalador. Las cimas vascas tienen otros atractivos, como los monumentos y las cruces –la colocación de estas últimas fue alentada por el papa León XIII con el paso del siglo XIX al XX–, pero lo que sorprende y atrae a muchos forasteros son esos buzones surrealistas que asoman por todas partes con formas de cohete, caserío, ermita, eguzkilore, jabalí, locomotora, seta, porrón, pájaro, telescopio, hacha…

El ‘pasaporte’ en Eslovenia

Esas figuras tan sorprendentes para el visitante sobresalen entre multitud de prácticas montañeras de otras partes del mundo, algunas parecidas, pero no iguales. Una de ellas es el sello metálico de las cumbres de los Alpes julianos en Eslovenia. El excursionista que llega arriba impregna el sello de tinta, luego saca una libreta con más de ochenta casillas –por otras tantas cumbres representativas– y presiona la página sobre el sello, en el lugar correspondiente, como si fuera un pasaporte. Al lado hay una caja con un libro dentro, en el que se rellena un formulario sobre la identidad del montañero, la fecha y a dónde se dirige.

Pero hasta un caso tan sugerente como este resulta un tanto impersonal si se compara con el esmero casi ‘naif’ que sugieren los buzones vascos, cuyo significado escapó durante un tiempo a la comprensión de Óscar Masó. «No se trata únicamente de que la gente firme o escriba sus impresiones, que es lo común en otras partes. Lo original es la creación de una infraestructura de forma plenamente consciente para fomentar el montañismo», subraya.

El origen, el concurso de montes

Para conocer cómo se formó esa infraestructura hay que remontarse a principios del siglo pasado, cuando se organizó el primer concurso de montes en Euskadi. Fue en 1914 y comenzó con una cita a medianoche en el Ganekogorta convocada por Antxon Bandrés Azkue, segundo presidente del Club Deportivo de Bilbao. Esa entidad había sido fundada dos años antes gracias en cierto modo a la emoción que suscitaban en la capital vizcaína los textos sobre la naturaleza de personalidades como Miguel de Unamuno, gran aficionado a la montaña, y Antonio de Trueba. La semilla que sembraron estos y otros escritores germinó el 30 de mayo de 1915, fecha en que el Club Deportivo colocó un pesado buzón en el Anboto a fin de que los participantes de su concurso pudieran demostrar que habían subido a las cimas. Ya entonces se empezó a conceder importancia a los detalles. Se cuidaba el diseño de las tarjetas y cada club tenía el suyo.

Esas actividades –el Athletic colocó un buzón en el Gorbea en 1926– desembocaron en 1950 en la versión actual de Concurso los Cien Montes y en su Hermandad, de la que forman parte quienes hacen ese número de cimas, tomadas de un catálogo de Euskal Herria, a lo largo de cinco años. Desde los años veinte del siglo pasado han ingresado en ese colectivo 4.285 personas, cuyos nombres y apellidos mantienen vivo el proyecto de Antxon Bandrés, que quería difundir la pasión por la montaña y el deseo de conocer lugares nuevos. Ese plan, que sigue en marcha, sirvió también para aguzar durante décadas el ingenio de los mendigoizales y acabó convirtiendo a Euskal Herria en un paraíso de buzones.

Óscar Masó lo comprobó al viajar Bilbao y ascender al monte Astxiki acompañado de Jesús de la Fuente, una autoridad del montañismo vasco. «Justo enfrente –relata en su libro– teníamos el bonito buzón del Baskonia Mendi Taldea de Basauri pero no disponíamos de tarjeta, por lo que Jesús se sacó un pedazo de papel de su bolsillo en el que garabateé a lápiz mi dirección y firmamos los dos». A los dos meses, ya en Cataluña, Óscar recibió la carta de un desconocido. Era un montañero de Leioa que le devolvía el trozo de papel.